martes, 2 de diciembre de 2014

Los nombres de Hera

Hera Barberini

La historia nos cuenta que en la antigua ciudad de Estinfalo moraba Temeno, el hijo de Pelasgo, y que Hera fue criada por este Temeno, el cual fundó tres santuarios para la diosa y le dio tres sobrenombres cuando ella era áun una doncella, la llamó Muchacha; cuando se casó con Zeus, la llamó Adulta; cuando por una u otra causa ella se peleó con Zeus y volvió a Estinfalo, Temeno la llamó Viuda. Por lo que sé, éste es el relato que los habitantes de Estinfalo cuentan acerca de la diosa.

Pausanias. Descripción de Grecia, VIII, 22, 2.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

El Hereo de Samos

Hereo de Samos

Algunos dicen que el santuario de Hera en Samos fue fundado por aquéllos que zarparon en el Argo, y que éstos trajeron la imagen de Argos. Pero los mismos habitantes de Samos sostienen que la diosa nació en la isla a la orilla del río Imbraso bajo el mimbre que incluso en mi época crecía en el Hereo, el templo de la diosa. Que este santuario es muy antiguo puede inferirse especialmente mirando la imagen; porque ésta es obra de Smilis de Egina, el hijo de Eucleides. Este Smilis fue un contemporáneo de Dédalo, aunque tuvo menos reputación.

Pausanias. Descripción de Grecia, VII, 4, 4.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Los hijos de Urano y Gea


Urano fue el primero que gobernó el mundo entero. Y habiéndose desposado con Gea, engendró primero a  los gigantes de cien manos, como son llamados: Briareo, Giges, Coto, que eran insuperables en tamaño y poder, cada uno de los cuales tenía cien manos y cincuenta cabezas. Después de éstos, Gea dio a luz a los cíclopes, esto es, Arges, Estéropes y Brontes, cada uno de los cuales tenía un ojo en su frente. Pero Urano los lanzó y confinó en el Tártaro, un lugar tenebroso en el Hades tan distante de la Tierra como la Tierra está distante del Cielo.
Y otra vez Urano engendró hijos a Gea, esto es, los Titanes como son llamados: Océano, Ceo, Hiperión, Crío, Japeto y Cronos, el más joven de todos; también engendró hijas, las Titánides, como son llamadas: Tetis, Rea, Temis, Mnemósine, Febe, Dione y Tía.

Apolodoro. Biblioteca, 1.1.1-3

lunes, 20 de octubre de 2014

Sobre el nacimiento de Afrodita

Herbert James Draper (1863-1920): Las perlas de Afrodita

Citerea: Venus es llamada así por la ciudad de Citera, donde, se dice, llegó al principio sobre una concha cuando nació en el seno del mar.

Festo Gramático. Del significado de las palabras, III, 2.

Cantaré a la majestuosa Afrodita, coronada de oro y hermosa, cuyo dominio son las ciudades amuralladas de Chipre establecidas junto al mar. Allí el aliento húmedo del viento del oeste la hizo flotar en suave espuma sobre las olas del mar cargado de bramidos, y allí las horas fileteadas de oro la recibieron alegremente. La vistieron con prendas celestiales: en su cabeza pusieron una corona de oro hermosa y bien forjada y en sus orejas perforadas colgaron ornamentos de oricalco y oro precioso, y la adornaron con con collares dorados sobre su suave garganta y sus pechos blancos como la nieve, joyas que las Horas ribeteadas de oro llevaban ellas mismas siempre que iban a la casa del padre para unirse a las encantadoras danzas de los dioses. Y cuando la hubieron engalanado completamente, la llevaron a los dioses, que le dieron la bienvenida cuando la vieron, dándole sus manos. Cada uno de ellos rogó poder llevarla a su casa para que fuese su esposa, ya que estaban muy sorprendidos por la belleza de Citerea coronada de violetas.

Himno homérico a Afrodita, VI, 1.1-18

jueves, 2 de octubre de 2014

Los hijos de Tetis y Océano


Tetis con el Océano parió a los voraginosos Oceánidas: el Nilo, el Alfeo, el Erídano de profundos remolinos, el Estrimón, el Meandro, el Istro de bellas corrientes, el Fasis, el Reso, el Aqueloo de plateados remolinos, el Neso, el Rodio, el Haliacmón, el Heptáporo, el Gránico, el Esepo y el divino Simunte, el Peneo, el Hermo, el Ceco de bella corriente, el largo Sangario, el Ladón, el Partenio, el Eveno, el Ardesco y el divino Escamandro. Tuvo también una sagrada estirpe de hijas que por la tierra se encargan de la crianza de los hombres, en compañía del soberano Apolo y de los Rios y han recibido de Zeus este destino: Peito, Admeta, Yanta, Electra, Doris, Primno, la divina Urania, Hipo, Clímene, Rodea, Calírroe, Zeuxo, Clitia, Idía, Pisítoa, Plexaura, la encantadora Galaxaura, Dione, Melóbosis, Toa, la bella Polidora, Cerceis de graciosa figura, Pluto ojos de buey, Perseis, Yanira, Acasta, Jante, la deliciosa Petrea, Menesto, Europa, Metis, Eurínome, Telesto de azafranado peplo, Criseida, Asia, la deseable Calipso, Eudora, Tyche, Ánfiro, Ocírroe y Estigia, la que es más importante de todas. Éstas son las hijas más antiguas que nacieron del Océano y Tetis. Y aún hay otras muchas pues son tres mil las Oceánides de finos tobillos que, muy repartidas, por igual guardan por todas partes la tierra y las profundidades de las lagunas, resplandecientes hijas de diosas. Y otros tantos los ríos que corren estrepitosamente, hijos del Océano, a los que alumbró la augusta Tetis. ¡Arduo intento decir un mortal el nombre de todos ellos! Mas conocen cada uno en particular a aquellos que habitan sus riberas.

Hesíodo. Teogonía, 334-370.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Nacimiento de Afrodita

 Botticelli: El nacimiento de Venus, 1484

En cuanto a los genitales de Urano, desde el mismo instante en que Cronos los cercenó con el acero y los arrojó lejos del continente en el tempestuoso ponto, fueron luego llevados por el piélago durante mucho tiempo. A su alrededor surgía del miembro inmortal una blanca espuma y en medio de ella nació una doncella. Primero navegó hacia la divina Citera y desde allí se dirigió después a Chipre rodeada de corrientes. Salió del mar la augusta y bella diosa, y bajo sus delicados pies crecía la hierba en torno. Afrodita la llaman los dioses y hombres, porque nació en medio de la espuma, y también Citerea, porque se dirigió a Citera. Ciprogénea, porque nació en Chipre de muchas olas, y Filomedea, porque surgió de los genitales.

Hesíodo. Teogonía, 188-201.

domingo, 7 de septiembre de 2014

En el templo de Apolo


En el templo de Apolo en Delfos se construyó un altar a Poseidón, porque Poseidón también poseyó en parte el oráculo más antiguo. También hay allí imágenes de dos de las Moiras; pero en lugar de la tercera están Zeus y Apolo, guías del destino. Aquí podéis contemplar la tierra sobre la cual el sacerdote de Apolo mató a Neoptolemo, el hijo de Aquiles. La historia del fin de Neoptolemo la he contado en otra parte.

Pausanias. Descripción de Grecia, X, 24, 4.

lunes, 11 de agosto de 2014

Escenas de la lucha ante Troya


Entonces, ya extendida la batalla, cada jefe mató a un hombre: El esforzado hijo de Menetio, el primero, hirió con la aguda lanza a Areilico, que había vuelto la espalda para huir: el bronce atravesó el muslo y rompió el hueso, y el teucro dio de ojos en el suelo. El belígero Menelao hirió a Toante en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al lado del escudo, y dejó sin vigor sus miembros. El Filida, observando que Anficlo iba a acometerle, se le adelantó y logró envasarle la pica en la parte superior de la pierna, donde más grueso es el músculo; la punta desgarró los nervios, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero.

De los Nestóridas, Antíloco traspasó con la broncínea lanza a Atimnio, clavándosela en el ijar, y el teucro cayó de pechos en el suelo; el hermano de éste, Maris, irritado por tal muerte, se le puso delante y arremetió con la lanza a Antíloco; entonces el otro Nestórida, Trasimedes, igual a un dios, se le anticipó y le hirió en la espalda: la punta desgarró el tendón de la parte superior del brazo y rompió el hueso; el guerrero cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. De tal suerte, estos dos esforzados compañeros de Sarpedón, hábiles tiradores, e hijos de Amisodaro, el que crió la indomable Quimera, causa de males para muchos hombres, fueron vencidos por los dos hermanos y descendieron al Erebo.

Ayante de Oileo acometió y cogió vivo a Cleóbulo, atropellado por la turba; y le quitó la vida, hiriéndole en el cuello con la espada provista de empuñadura: la hoja entera se calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y el hado cruel velaron los ojos del guerrero.—Penéleo y Liconte fueron a encontrarse, y habiendo arrojado sus lanzas en vano, pues ambos erraron el tiro, se acometieron con las espadas: Liconte dio a su enemigo un tajo en la cimera del casco, que adornaban crines de caballo; pero la espada se le rompió junto a la empuñadura; Penéleo hundió la suya en el cuello de Liconte, debajo de la oreja, y se lo cortó por completo: la cabeza cayó a un lado, sostenida tan sólo por la piel, y los miembros perdieron su vigor.

—Meriones dio alcance con sus ligeros pies a Acamante, cuando subía al carro, y le hirió en el hombro derecho; el teucro cayó al suelo, y las tinieblas cubrieron sus ojos.— A Erimante metióle Idomeneo el cruel bronce por la boca: la lanza atravesó la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los dientes; los ojos llenáronse con la sangre que fluía de las narices y de la boca abierta, y la muerte, cual si fuese obscura nube, envolvió al guerrero.

Cada uno de estos caudillos dánaos mató, pues, a un hombre. Como los voraces lobos acometen a corderos o cabritos, arrebatándolos de un hato que se dispersa en el monte por la impericia del pastor, pues así que aquéllos los ven se los llevan y despedazan por tener los últimos un corazón tímido; así los dánaos cargaban sobre los teucros, y éstos pensando en la fuga horrísona, olvidábanse de mostrar su impetuoso valor.

Homero. Ilíada, XVI, 306-357. Traducción de Luis Segalá y Estalella, 1910.

domingo, 3 de agosto de 2014

Relato de Er el Armenio

Rafael Sanzio: La Academia de Atenas (detalle)

No voy a referirte -advertí- la historia de Alcinoo, sino la de un hombre valeroso, Er el Armenio, originario de Panfilia. Este hombre, muerto en la guerra, fue recogido a los diez días junto con los demás cadáveres ya corrompidos, pero estando él intacto. Conducido a su casa para ser enterrado y dispuesto ya sobre la pira, volvió a la vida a los doce días y dio a conocer a los presentes lo que había contemplado en el otro mundo: Después de abandonar el cuerpo -dijo él- su alma se había puesto a caminar con otras muchas hasta llegar a un paraje verdaderamente maravilloso, en el que podían verse, en la tierra, dos aberturas relacionadas entre sí, exactamente enfrente de otras dos situadas arriba, en el cielo. En medio, se encontraban unos jueces que, luego de emitir su juicio, ordenaban a los justos que se dirigiesen hacia el cielo por el camino de la derecha, con un letrero colgado por delante en el que aparecía el fallo dictado; a los injustos, en cambio, les obligaban a tomar el camino de la izquierda, hacia la tierra, y provistos de otro letrero, colgado por detrás en el que detallaban todas las acciones que habían cometido. Cuando le vieron adelantarse, le dijeron que él habría de ser mensajero para los hombres de todas las cosas que allí contemplase, en razón de lo cual le invitaron a que oyera y observara lo que pasaba en aquel lugar. Y, en efecto, vio cómo por cada una de las aberturas correspondientes del cielo y de la tierra emprendían las almas la marcha, luego de haber sido juzgadas, en tanto por la otra abertura de la tierra salían almas llenas de suciedad y de polvo, y por la del cielo bajaban otras almas enteramente puras. Todas daban la impresión, al llegar, de que provenían de un largo viaje, y dirigiéndose con regusto a la pradera como si allí les esperase una grata reunión, se saludaban unas a otras, porque eran viejas conocidas, y se preguntaban mutuamente, las del cielo por las cosas de la tierra y las de la tierra por las cosas del cielo. Unas, claro está, deploraban su suerte y prorrumpían en llanto al recordar cuántas y cuán grandes cosas habían sufrido y visto en su peregrinaje de un milenio por la tierra; otras, precisamente las que venían del cielo, alababan su bienaventuranza y expresaban su contento por las cosas hermosas e indescriptibles que habían contemplado. Muy largo sería de contar todo esto Glaucón. Lo que nuestro hombre refería como fundamental era lo siguiente: cada alma sufría el castigo por las faltas cometidas, de tal modo que por cada una recibía una condena diez veces mayor que aquélla y con una duración de cien años, que es el tiempo calculado para la vida humana; con ello, el castigo de su delito quedaba multiplicado por diez, y los causantes de gran número de muertes o traidores a las ciudades o a los ejércitos, que pudieran haber entregado a la esclavitud, o cómplices de cualquier otra calamidad, esos hombres, digo, se veían atormentados por unos sufrimientos diez veces mayores que los que habían cometido; cosa que, en la misma proporción, se otorgaba a los que habían observado buena conducta y habían sido justos y piadosos. En cuanto a los niños muertos al nacer y poco después de haber nacido, decía también otras cosas que no vale la pena mencionar. Para los acusados de impiedad, tanto hacia los dioses como hacia los padres, e igualmente para los homicidas a mano armada, establecía unos castigos todavía más severos. Estuvo presente -según dijo a la pregunta que formuló una de aquellas almas sobre la suerte de Ardieo el Grande. Este gran Ardieo había ejercido como tirano en una ciudad de Panfilia, mil años antes del relato, y entre sus crímenes se contaban la muerte de su anciano padre y la de su hermano mayor, amén de otras muchas faltas de impiedad que de él se narraban. El alma preguntada respondió de esta manera: No ha llegado, ni parece probable que llegue hasta aquí.

Y nuestra sorpresa subió de punto cuando contemplamos este espectáculo aterrador: cerca ya de la abertura y casi a punto de salir de ella, luego de haber sufrido nuestros castigos, pudimos ver de súbito a aquél y a todos los demás, en su gran mayoría tiranos. Con ellos se encontraban algunos particulares, de los que en vida más habían pecado, todos los cuales, en el momento en que pretendían subir, la abertura no los recibía, y antes bien, dejaba oír un mugido cada vez que uno de los miserables irreductibles o que no había expiado suficientemente su castigo, intentaba salir de allí. Entonces -decía él- unos hombres salvajes y que aparecían envueltos en fuego, presentes como estaban y oidores del mugido, apresaban a unos y descendían con ellos, mientras a Ardieo y a los demás les ataban los pies, las manos y la cabeza, los echaban por tierra y los desollaban, y luego, llevándolos a la orilla del camino, los desgarraban sobre retamas espinosas, declarando a la vez a cuantos pasaban por allí por qué trataban de ese modo a aquellos hombres y se empeñaban en arrojarlos al Tártaro. Y continuaba diciendo que entre los muchos y variados terrores que les asediaban, superaba sin duda a todo el temor de que se reprodujera el mugido en el momento de la subida; por eso, se apoderaba de ellos un gran contento si conseguían subir en silencio. Estos eran, pues, los castigos y las penas que se ofrecían, e igualmente las recompensas a que podían aspirar. Después de descansar siete días en la pradera, cada una de las almas debía disponerse a partir de allí al octavo día. Cuatro días más tarde arribaban a un lugar desde donde podía contemplarse una luz que, cual una columna y semejante al arco iris, pero todavía más brillante y más pura que éste, se extendía por todo el cielo y la tierra. Un día de marcha les permitía llegar a la luz y entonces contemplaban, en medio de ella, los extremos de las cadenas del cielo, porque esta luz era su lazo de unión, que sujetaba toda la esfera celeste al modo como lo hacen las ligaduras de las trirremes. Desde esos extremos percibían como extendido el huso de la Necesidad, gracias al cual pueden girar todas las esferas. La rueca y el gancho de aquél eran de acero y su tortera, en cambio, comprendía una mezcla de acero y de otrás materias. Digamos ahora la naturaleza de esa tortera: no existía diferencia alguna con las nuestras en cuanto a su forma, pero conviene imaginársela enteramente hueca con el engaste en ella de otra tortera más pequeña, que fuese como encajonada allí. Esta imagen podría repetirse una tercera y una cuarta vez y aún cabría multiplicarla por ocho. Pues ocho venían a ser las torteras, encajonadas unas en otras y presentando sus bordes a manera de círculos; y todas ellas conformaban la superficie de una sola, dispuestas como estaban alrededor de la rueca, que atravesaba por su parte el centro de la octava. La tortera primera, exterior a las otras, tenía unos bordes circulares mucho más anchos; seguían después en anchura los de la sexta; luego los de la cuarta, que era la tercera; a continuación los de la octava, que era la cuarta; los de la séptima después, que era la quinta; en seguida los de la quinta, que era la sexta; venían aún los de la tercera, que era la séptima, y al fin los de la segunda, que era la octava. Los bordes de la tortera mayor poseían colores variados; los de la séptima eran más brillantes; los de la octava recibían de la séptima su color y su brillo; los de la segunda y los de la quinta se parecían muchísimo y eran más amarillos que aquéllos; los de la tercera, disponían del color más blanco; los de la cuarta eran de un tono rojizo, y los de la sexta se calificaban como segundos por su blancura. Todo el huso daba vueltas sobre sí con un movimiento uniforme, y en él, por su parte, giraban también ligeramente, pero en sentido contrario al todo, los siete círculos del interior. El más rápido de ellos era el octavo; en segundo lugar podían colocarse, sin distinción alguna, el séptimo, el sexto y el quinto; parecíales el cuarto, en ese movimiento en órbita invertida, el que ocupaba el tercer lugar; y luego estaban el tercero, en cuarto puesto, y el segundo, en quinto. El huso mismo daba vueltas entre las rodillas de la Necesidad, y sobre cada uno de los círculos se mantenía una Sirena, que giraba con él y emitía una sola voz y de un solo tono; las ocho voces de las ocho Sirenas formaban un conjunto armónico. A distancias iguales y en derredor, se encontraban sentadas otras tres mujeres, cada una ocupando su trono; no eran sino las Parcas, hijas de la Necesidad, vestidas de blanco y ceñidas sus cabezas con una especie de ínfulas: sus nombres, Láquesis, Cloto y Atropo. Las tres acompañaban en su canto a las Sirenas; Láquesis, recordando los hechos pasados; Cloto, refiriendo los presentes, y Atropo, previendo los venideros. Cloto, colocada su mano derecha sobre el huso, aunque actuando por intervalos, facilitaba el giro del círculo exterior; Atropo, aplicando su mano izquierda, hacía lo propio con los círculos interiores, y Láquesis, por turno, imprimía movimiento con la derecha o con la izquierda, y tanto al círculo exterior como a los interiores.

Una vez llegados allí hubieron de acercarse sin demora al trono de Láquesis, donde un adivino procedía a la previa colocación de las almas y, luego de haber tomado del regazo de Láquesis unos lotes y modelos de vidas, ascendía a una alta tribuna para proclamar. He aquí lo que dice la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas efímeras, va a dar comienzo para vosotras una nueva carrera mortal en un cuerpo también portador de la muerte. No será ser divino el que elija vuestra suerte, sino que vosotras mismas la elegiréis. La primera en el orden de la suerte escogerá la primera, esa nueva vida a la que habrá de unirse irrevocablemente. Pero la virtud no tiene dueño; cada una la poseerá, en mayor o menor grado, según la honra o el menosprecio que le prodigue. La responsabilidad será toda de quien elija, porque la divinidad es inocente. Luego que hubo hablado, arrojó los lotes sobre la multitud de almas y cada una de éstas recogió el que había caído a su lado, salvo el alma de Er, a la cual no fue permitido elegir. Con el lote en la mano, quedaba ya en claro para cada alma qué número de orden le correspondía en la elección. Seguidamente, el adivino arrojó a tierra y delante de ellas modelos de vidas que superaban con mucho al de almas presentes. Los había de todas clases; podían escogerse, pues, vidas de cualesquiera de los animales y de los hombres. Por ejemplo, aparecían entre aquéllas, vidas de tiranos que habían cumplido su ciclo, y otras que, truncadas en mitad, concluyeran en la pobreza, en el destierro o en la mendicidad. Echábanse de ver igualmente vidas de hombres de gran prestigio; unos, por su porte y por la belleza, la fuerza o el vigor que demostraban en la lucha; otros, por su progenie y las virtudes de sus antepasados. Mas también había vidas de hombres sin relieve alguno y de mujeres de la misma condición. No se disponía, empero, orden de preferencia de las almas, por cuanto la elección de cada uno habría de obedecer por necesidad a su criterio. Todo lo demás, y contemos aquí las riquezas y la pobreza, las enfermedades y la salud, se encontraba mezclado en unas y en otras vidas, pero algunas veces en un justo medio. En esa coyuntura, querido Glaucón, el peligro, según parece, era grande para el hombre; de ahí que deba cuidarse sumamente, por encima de cualesquiera otras enseñanzas, el que cada uno de nosotros se dedique a la búsqueda y aprendizaje de todo aquello que le procure poder y conocimiento para distinguir la vida útil de la miserable; sólo así podrá escoger, siempre y en todas partes, la mejor de las vidas posibles. Habrá de someter para ello a su consideración todas las cosas ya dichas, y bien reunidas o por separado, las pondrá en relación con la vida más perfecta; comprobará también cuál es el malo el bien que producirá la belleza unida a la pobreza o a la riqueza o a cualquier otra disposición del alma; y no desconocerá menos las consecuencias de un ilustre o de un oscuro nacimiento, de una vida privada, de una rectoría, de una fortaleza o debilidad, de una buena o mala aptitud para aprender, y de todas esas cosas por el estilo que se dan naturalmente en el alma o se adquieren por ella, íntimamente unidas. De modo que, reflexionando sobre todo ello, estará en condiciones de escoger siempre que mire atentamente a la naturaleza del alma y sea capaz de distinguir la vida mejor de la vida peor, llamando mejor en este caso a la que la hace más justa, y peor a la que la hace más injusta. Todo lo demás podrá dejado a un lado, porque ya hemos visto que ésta es la mejor elección para el hombre, tanto en esta vida como después de la muerte. Conviene, pues, llegar al Hades con esta opinión fortalecida, para no dejarse dominar allí por el deseo de las riquezas y de los males y no caer también en tiranías y otros muchos hechos semejantes, causa de irremediables daños e incluso de sufrimientos todavía mayores. Habrá que elegir siempre una vida intermedia entre las extremas, huyendo en lo posible, tanto en esta vida como en la otra, de los excesos en uno u otro sentido. Por este camino puede llegar el hombre, en efecto, a alcanzar la mayor felicidad.

Fue entonces cuando el mensajero del más allá dio a conocer estas palabras del adivino: Aun para el que llegue el último -dijo-, y siempre que elija sensatamente y viva de acuerdo con su elección, habrá una vida dichosa y carente de males. Así, pues, ni se descuide el que elija primero, ni caiga en el desánimo quien elija el último.

Y nos añadía que, luego de haber dicho esto, el primero en el orden de la suerte se acercó a escoger sin dilación e hízose con la mayor de las tiranías. Tan necia y ávidamente procedió, y tanto prescindió también del más mínimo examen, que no tuvo en cuenta para nada que en ese destino iba implícito el devorar a sus hijos y otros males semejantes. Después que lo consideró con atención, se daba golpes a sí mismo y lamentaba su elección, para la que prescindiera totalmente de las razones del adivino. Y no se acusaba de los males en suerte, sino que inculpaba a la fortuna, a los dioses y a todo antes que a sí mismo. Se trataba nada menos que de una de las almas llegadas del cielo y que anteriormente había vivido en un régimen ordenado, cierto que sin filosofía, pero con el ejercicio habitual de la virtud. Por así decir, las almas provenientes del cielo, quizá por su falta de preparación, se engañaban todavía más que las otras; en cambio, las que procedían de la tierra no verificaban una elección demasiado apresurada por aquello de que ellas mismas habían compartido sufrimientos y habían visto padecer a los demás. Por esta misma experiencia y en razón del lote caído en suerte, se producía para muchas almas un cambio de males y de bienes, pues es evidente que si alguien volviese de nuevo a la vida y desenvolviese sanamente su razón, amén de contar en la elección con un lote que no fuese de los últimos, llegaría a alcanzar la felicidad aquí en la tierra, siguiendo los consejos del más allá, e incluso podría retornar al otro mundo y regresar de él a través de un camino no ya subterráneo y escabroso, sino plácido y celeste.

Este era el espectáculo digno de verse que nos refería Er, y en el que las almas, individualmente, efectuaban la elección de sus vidas; espectáculo que, por cierto, resultaba digno de compasión, a la vez que risible y admirable. Las más de las veces se verificaba la elección de acuerdo con el hábito de la primera vida. Y así, narraba Er cómo había visto el alma de Odeo escoger la vida de un cisne, llevada del odio al sexo femenino y porque no quería ser engendrada en una mujer en razón a la muerte que había sufrido a manos de éstas, y presentaba a Támiras encarnándose en un ruiseñor, y a un cisne que, con otros pájaros cantores, cambiaba su vida por la vida humana. El alma cuyo lote ocupaba el lugar veinte inclinó su ánimo por una vida de león: era la de Áyax, el hijo de Telamón, que huía de este modo a la condición de hombre, acordándose del juicio de las armas. Seguía a éste el alma de Agamenón, que, odiando también al género humano, por los padecimientos que había sufrido, cambiaba su vida por la de un águila. En medio se encontraba el alma de Atalanto, que al ver los grandes honores recibidos por un atleta, no quiso contemplar nada más y adoptó esta vida para sí. En seguida venía el alma de Epeo, el hijo de Panopeo, que cambió su naturaleza por la de una mujer artesana; y entre las últimas aparecía el alma del ridículo Tersites, que revestía la forma de un mono. Designada la última por la suerte, se disponía a elegir el alma de Ulises, la cual, repuesta de su ambición y acordándose de sus primeros trabajos, andaba buscando largo rato la vida de un hombre particular y apartado de la acción. Y a fe que dio con ella, aislada y olvidada de todos. Y no más verla, dijo que habría elegido de igual modo de ser la primera en suerte; tal era el gozo que experimentaba. Otros cambios análogos se producían al trocarse los animales en hombres o en otros animales, y la mezcla se verificaba en unos términos que era corriente ver animales injustos transformarse en fieras, y otros justos en especies ya domesticadas.

Luego que todas las almas habían elegido sus vidas, se aproximaban a Láquesis en el orden mismo de la suerte. Y ella daba a cada una el genio de su preferencia, que sería a la vez guardián de su vida y garante de su elección. A éste correspondía conducirla antes de nada al trono de Cloto, la cual, poniéndole su mano encima y haciendo girar el huso, confirmaba el destino y la elección de alma. Después que el alma había tocado el huso, se la llevaba adonde hilaba Atropo, y era ésta la que hacía irrevocable lo ya otorgado. Desde allí, sin que le fuera posible volver atrás, marchaba el alma hasta el trono de la necesidad y bajo él pasaban sucesivamente tanto el genio como el alma e, igualmente, todas las demás almas. Y luego, todas ellas se dirigían a la llanura del Olvido, en medio de un calor terrible y sofocante, porque en aquel campo no se veía un solo árbol ni nada de lo que la tierra produce. Llegada la tarde, se reunían junto al río de la Despreocupación, cuya agua no puede ser contenida en ningún recipiente. Todas venían obligadas a beber una cierta cantidad de esta agua; pero había almas que procedían imprudentemente y, al beber más de la cuenta, perdían en absoluto la memoria. Y ocurrió después, cuando ya las almas se entregaban al sueño y era el tiempo de medianoche, que un trueno y un seísmo turbó la calma llevando de repente a cada una hacia un lugar distinto al del nacimiento y precipitándolas como si fueran estrellas. Pero a Er se le había impedido que bebiera del agua, y, no obstante, sin saber cómo había sido, encarnó de nuevo en su cuerpo, y de pronto, levantando los ojos al cielo, viose, muy de mañana, yacente sobre la pira.

Así pudo salvarse y no pereció, Glaucón, esta fábula de Er, que también guardará nuestras vidas si seguimos sus enseñanzas. De acuerdo con ellas atravesaremos con felicidad el río del Olvido y no mancharemos en modo alguno nuestra alma. Si dais crédito a mis palabras y estimáis que el alma es inmortal y capaz de recibir todos los males y todos los bienes, marcharemos siempre por el camino del cielo y cuidaremos inteligentemente, por todos los medios, de la práctica de la justicia. Con ello, seremos amigos de nosotros mismos y de los dioses durante la permanencia en este mundo y, al igual que los vencedores en los juegos, obtendremos luego en todas partes los premios que se conceden a la virtud. Que la felicidad nos acompañe, pues, tanto en este mundo como en ese viaje de mil años que acabamos de referir.

Platón. República, X, 13-16.

miércoles, 9 de julio de 2014

El oráculo de la Pitia


Los lidios, luego que llegaron a Delfos, hicieron lo que se les había mandado, y se dice que recibieron esta respuesta de la Pitia: —«Lo dispuesto por el hado no pueden evitarlo los dioses mismos. Creso paga el delito que cometió su quinto abuelo, el cual, siendo guardia de los Heráclidas, y dejándose llevar de la perfidia de una mujer, quitó la vida a su monarca y se apoderó de un imperio que no le pertenecía. El dios de Delfos ha procurado con ahínco que la ruina fatal de Sardes no se verificase en daño de Creso, sino de alguno de sus hijos; pero no le ha sido posible trastornar el curso de los hados. Sin embargo, sus esfuerzos le han permitido retardar por tres años la conquista de Sardes; y sepa Creso que ha sido hecho prisionero tres años después del tiempo decretado por el destino. ¿Y a quién debe también el socorro que recibió cuando iba a perecer en medio de las llamas? Por lo que hace al oráculo, no tiene Creso razón de quejarse. Apolo lo predijo que si hacía la guerra a los persas, arruinaría un grande imperio; y cualquiera en su caso hubiera vuelto a preguntar de cuál de los dos imperios se trataba, si del suyo o del de Ciro. Si no comprendió la respuesta, si no quiso consultar segunda vez, échese la culpa a sí mismo. Tampoco entendió ni trató de exterminar lo que en el postrer oráculo se le dijo acerca del mulo, pues este mulo cabalmente era Ciro; el cual nació de unos padres diferentes en raza y condición, siendo su madre Meda, hija del rey de los medos Astiages, y superior en linaje a su padre, que fue un persa, vasallo del rey de Media, y un hombre que desde la más ínfima clase tuvo la dicha de subir al tálamo de su misma señora.» Esta respuesta llevaron los lidios a Creso; el cual, informado de ella, confesó que toda la culpa era suya, y no del dios Apolo. Esto fue lo que sucedió acerca del imperio de Creso y de la primera conquista de la Jonia.

Heródoto. Historia, I, 91. Traducción de Bartolomé Pou.

martes, 1 de julio de 2014

Ío y Prometeo

 Gustave Moreau: Prometeo

 ÍO
¿Qué tierra? ¿Dónde estoy?... ¿Quién es este hombre
Clavado en la alta peña?
Algún delito espía... ¿Entre qué gentes
Mi fortuna me lleva?
Punza de nuevo el tábano mi rostro,
Y el Argos terrígena,
Aquel pastor de innumerables ojos,
Mirándome me aterra.
Clava en mí siempre su dolosa vista,
Que ni aun la muerte vela,
Y torna del infierno, y me persigue
Como sombra funesta.
Y mientras huyo por desiertos montes,
Por la abrasada arena,
Suena incesante su encerada caña
Canciones soñolientas.
¡Ay! ¡ay! ¿Cuándo terminas mis dolores?
¿Por qué así me atormentas,
Hijo de Cronos, y en delirio insano
Se agita mi cabeza?
Abráseme tu llama, o en su centro
Sepúlteme la tierra;
Oye mis ruegos, dame como pasto
A las marinas bestias.
Harto he vagado; ni reposo encuentro,
Ni se alivia mi pena.
Oye, Saturnio; tu clemencia invoca
La virgen que astas lleva.
PROMETEO
Ésta es la hija de Inaco, por quién Zeus
Ardió en amor; la que persigue Juno;
La que el tábano hiere peregrina.
ÍO
¿Tú el nombre de mi padre pronunciaste?
¿Quién eres, infeliz? ¿Tú me conoces?
¿Sabes que un monstruo sin cesar me punza?
De su ardiente aguijón y de sus saltos
Huyendo voy; la cólera me sigue
De la implacable Juno. ¿Quién padece
Lo que padezco yo? Dime, si sabes,
Cuándo este mal acabará prolijo;
La virgen vagabunda te lo ruega.
PROMETEO
Yo te diré cuanto saber ansías,
No por enigmas, mas en frase clara,
Como siempre al amigo hablarse debe.
Soy Prometeo, robador del fuego.
ÍO
¡Oh! Tú que tanto bien al hombre diste,
¿Por qué causa padeces?
PROMETEO
No sin llanto
Acabo de narrar mis infortunios.
ÍO
¿Y a mí no los dirás? ¿Quién a esa roca
Aguda te clavó?
PROMETEO
Del Padre Zeus
La voluntad; el arte de Vulcano.
ÍO
¿Y qué delito espías?
PROMETEO
Harto sabes.
ÍO
¿Y mi errante correr, cuándo termina?
PROMETEO
Más te vale ignorarlo que saberlo.
ÍO
Lo que he de padecer, no me lo ocultes.
PROMETEO
No te lo ocultaré. Mas no te envidio.
ÍO
Dímelo todo pronto.
PROMETEO
Pero temo
Tu ánimo perturbar...
ÍO
Nada receles;
Me es grato oírte.
PROMETEO
Pues decirlo es fuerza
Y lo quieres, escucha.

Esquilo. Prometeo encadenado, 451-630. Traducción de Marcelino Menéndez Pelayo.

lunes, 23 de junio de 2014

El consejo de Aquiles


Dijo Aquiles: - No creo que valga lo que la vida ni cuanto dicen que se encerraba en la populosa ciudad de Ilión en tiempo de paz, antes que vinieran los aqueos, ni cuanto contiene el lapídeo templo del flechador Apolo en la rocosa Pito. Se pueden apresar los bueyes y las pingües ovejas, se pueden adquirir los trípodes y los tostados alazanes; pero no es posible prender ni coger el alma humana para que vuelva, una vez ha salvado la barrera que forman los dientes. Mi madre, la diosa Tetis, de argentados pies, dice que el hado ha dispuesto que mi vida acabe de una de estas dos maneras: Si me quedo a combatir en torno de la ciudad troyana, no volveré a la patria, pero mi gloria será inmortal; si regreso perderé la inclita fama, pero mi vida será larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto. Yo aconsejo que todos se embarquen y vuelvan a sus hogares, porque ya no conseguiréis arruinar la excelsa Ilión: el longividente Zeus extendió el brazo sobre ella y sus hombres están llenos de confianza. Vosotros llevad la respuesta a los príncipes aqueos —que esta es la misión de los legados— a fin de que busquen otro medio de salvar las naves y a los aqueos que hay a su alrededor, pues aquel en que pensaron no puede emplearse mientras subsista mi enojo. Y Fénix quédese con nosotros, acuéstese y mañana volverá conmigo a la patria tierra, si así lo desea, que no he de llevarle a viva fuerza.

Homero. Ilíada, IX, 401-429. Traducción de Luis Segalá y Estalella (1910)

lunes, 16 de junio de 2014

El destino de Egisto


Dijo Zeus: —¡Oh Dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino. Así ocurrió a Egisto que, oponiéndose a la voluntad del hado casó con la mujer legítima del Atrida, y mató a éste cuando tornaba a su patria, no obstante que supo la terrible muerte que padecería luego. Nosotros mismos le habíamos enviado a Hermes, el vigilante Argifontes, con el fin de advertirle que no matase a aquél ni pretendiera a su esposa; pues Orestes Atrida tenía que tomar venganza no bien llegara a la juventud y sintiese el deseo de volver a su tierra. Así se lo declaró Hermes; mas no logró persuadirlo, con ser tan excelente el consejo, y ahora Egisto lo ha pagado todo junto.

Homero. Odisea, I, 32-43. Traducción de Luis Segalá y Estalella, 1927.

lunes, 9 de junio de 2014

Lauso lucha con Eneas

Louis Léon Cougnot: Mecencio socorrido por su hijo Lauso (1859)

No pasaré en silencio, no, en esta ocasión, ni tu nombre, oh mancebo digno de eterna memoria, ni el duro trance de tu muerte, ni tus heroicos hechos, si las futuras edades pueden dar crédito a tan ínclita hazaña. Inválido ya, arrastrando el pie, doblado el cuerpo por la violencia del dolor, retirábase Mecencio, llevando clavada en el escudo la enemiga lanza, cuando se precipita el joven [Lauso] entre uno y otro armado guerrero, en el momento en que Eneas, alta la diestra iba a descargar sobre Mecencio un tajo; párale Lauso y mientras sus compañeros le aplauden con grandes clamores, retírase el padre protegido por la rodela del hijo. Disparan aquellos a Eneas un diluvio de dardos, acribillándole de lejos; él hirviendo en ira, se mantiene firme, cubierto con su escudo: tal, cuando se precipitan los nubarrones deshechos en granizo, huyen de los campos todos los labradores y zagales; el caminante se guarece en seguro abrigo, ya en las escarpadas riberas de un río, ya bajo la bóveda de un prominente peñasco, mientras el pedrisco inunda la tierra, para poder luego, cuando reaparezca el sol, volver a la diaria faena; así Eneas, cercado de dardos por todas partes, sostiene aquella nube guerrera que descarga y truena sobre él, y en estos términos increpa y amenaza a Lauso: "¿Por qué corres así a la muerte u osas a más de lo que tus fuerzas alcanzan? ¡El amor filial te ofusca, incauto mozo!" No por eso mengua la arrogancia del insensato Lauso, y como va ya subiendo de punto la cólera en el capitán troyano, y ya las Parcas han devanado los últimos estambres de la vida del mancebo, clávale Eneas en mitad del pecho su pujante espada hasta la guarnición, atravesándole el escudo, arma leve para tantas bravatas, y la loriga, que su madre le había bordado con hilos de oro. Llenósele el pecho de sangre, y abandonando el cuerpo, voló triste su espíritu por las auras a la región de los manes; y cuando el hijo de Anquises vio el rostro moribundo, aquel rostro ahora cubierto de asombrosa palidez, exhaló un gemido de profunda compasión, y oprimido su pecho por el recuerdo de su hijo querido, tendió la mano a Lauso, diciéndole: "¿Qué podrá ahora el pío Eneas hacer por ti ¡Oh desventurado mancebo! que sea digno de la gloria que has alcanzado y de tu noble condición? Quédate con tus armas, que te daban tanto gozo; yo haré que vayas a juntarte con los manes y las cenizas de tus padres, si algo es esto para ti: consuele también tu miserable muerte ¡Oh joven infeliz! que has sucumbido a manos del grande Eneas." Al mismo tiempo increpa a los compañeros de Lauso, que tardan en acudir a recogerle, y le levanta del suelo, chorreándole horrible sangre la trenzada cabellera.

Virgilio. Eneida, X, 791-832. Traducción de Eugenio de Ochoa

miércoles, 28 de mayo de 2014

La muerte de Sarpedón


Dijo Zeus a Hera: —¡Ay de mi! El hado dispone que Sarpedón, a quien amo sobre todos los hombres, sea muerto por Patroclo Menetíada. Entre dos propósitos vacila en mi pecho el corazón: ¿lo arrebataré vivo de la luctuosa batalla, para dejarlo en el opulento pueblo de la Licia, o dejaré que sucumba a manos del Menetíada?

Respondióle Hera veneranda, la de los ojos grandes: —¡Terribilísimo Cronión, qué palabras proferiste! ¿Una vez más quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos. Otra cosa voy a decirte que fijarás en la memoria: Piensa que si a Sarpedón le mandas vivo a su palacio, algún otro dios querrá sacar a su hijo del duro combate pues muchos hijos de los inmortales pelean en torno de la gran ciudad de Príamo, y harás que sus padres se enciendan en terrible ira. Pero si Sarpedón te es caro y tu corazón le compadece, deja que muera a manos de Patroclo en reñido combate; y cuando el alma y la vida le abandonen, ordena a la Muerte y al dulce Hipno que lo lleven a la vasta Licia, para que sus hermanos y amigos le hagan exequias y le erijan un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los muertos.

Homero. Ilíada, XVI, 433-457. (Traducción de Luis Segalá y Estalella, 1910)

viernes, 23 de mayo de 2014

El destino de Héctor


El divino Aquileo hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes —la de Aquileo y la de Héctor domador de caballos— para saber a quién estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de los brillantes ojos se acercó al Pelida, y le dijo estas aladas palabras:
- Espero, oh esclarecido Aquileo, caro a Zeus, que nosotros dos proporcionaremos a los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga el flechador Apolo, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; e iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente.

Homero. Ilíada, XXII, 205-223. (Traducción de Luis Segalá y Estalella, 1910)

martes, 20 de mayo de 2014

La balanza de Zeus


Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían.Cuando el sol hubo recorrido la mitad del cielo, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en ella dos suertes—la de los teucros, domadores de caballos, y la de los aqueos, de broncíneas corazas—para saber a quien estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó y tuvo más peso el día fatal de los aqueos. La suerte de éstos bajó hasta llegar a la fértil tierra, mientras la de los teucros subía al cielo. Zeus, entonces, truena fuerte desde el Ida y envía una ardiente centella a los aqueos, quienes, al verla, se pasman, sobrecogidos de pálido temor.

Homero. Ilíada, VIII, 66-77. Traducción de Luis Segalá y Estalella, 1910.

miércoles, 30 de abril de 2014

Las Moiras según Hesíodo


Y después [Zeus] se desposo con la espléndida Temis, que le dio a luz a las horas, a Eunomia, a Dica y a la floreciente Irene, quienes maduran los trabajos de los hombres mortales; y a la Moiras a quienes el sapientísimo Zeus concedió los mayores honores, Cloto, Lacesis y Atropos, que dan a los hombres mortales la facultad de poseer bienes o de sufrir males.

Hesíodo. Teogonía, 901-905.

Los hombres que eran más viejos y en los cuales la edad había prendido estaban todos juntos fuera de las puertas y elevaban sus manos hacia los benditos dioses, temiendo por sus propios hijos. Pero éstos estaban otra vez ocupados en el combate y detrás de ellos estaban las negras Moiras, entrechocando sus dientes resplandecientes de blancura, esas diosas de ojos feroces, horribles, ensangrentadas, invencibles, que se disputaban a los guerreros caídos sobre la arena. Todas, alteradas por la negra sangre, extendían sus largas uñas sobre el primer soldado que caía muerto o herido recientemente y las almas de las víctimas eran precipitadas a la morada de Plutón en el frío Tártaro. Apenas saciadas de sangre humana, arrojaban detrás de ellas los cadáveres y volvían con grandes pasos en medio del tumulto y la carnicería. Allí aparecían Clotho, Lachesis y más abajo Atropos que sin ser una gran diosa, era más poderosa y más vieja que sus hermanas. Las tres, encarnizadas sobre el mismo guerrero, se lanzaban mútuamente horribles miradas y en su furor entrelazaban sus uñas y sus manos atrevidas.

Hesíodo. El escudo de Heracles, 245-264.

jueves, 27 de marzo de 2014

Los hijos de Nix y Eris


Y Nix parió al odioso Moro y a la Ker negra y a Tanatos. También parió a Hipnos y a la muchedumbre de los sueños. Y la divina y sombría Nix no se había unido para eso a ningún Dios. Y después parió a Momo y a Ezis, pletórico de dolores; y a la Hespérides, a quienes, allende el ilustre Océano, están confiadas las manzanas de oro y los árboles que las ostentan. Y parió a las Moiras y a las Keres inhumanas, Cloto, Lacesis y Atropos, que a los hombres mortales dispensan al nacer bienes y males, y persiguen los crímenes de hombres y de Dioses, y no renuncian jamás a su cólera inexorable mientras no hayan tomado del culpable una venganza terrible.
Y después, la funesta Nix parió a Némesis, ese azote de los hombres mortales; luego, a Apate y a Filotas, y a la abrumadora Gera y a la tozuda Eris. Y después, la odiosa Eris parió al duro Pono y a Leteo, y a Lemo, y a Algos, por quien se llora; y a Ismina, y a Fonos, y las Batallas, y el Exterminio de los guerreros, y los Perjurios, y las palabras engañosas, y las Contestaciones, y los Menosprecios de las leyes, y a Ate, que son inseparables; y a Horco, terrible para los hombres terrestres, y que los hiere en cuanto uno de ellos intenta perjurar.

Hesíodo. Teogonía, 211-232.

martes, 4 de marzo de 2014

Himno a las Moiras



Moiras infinitas, amadas hijas de la negra Noche, escuchad mi súplica, gloriosas, que habitáis en la laguna celes­te, donde el agua congelada, al calor de la noche, se deshace en el fondo oscuro e imponente de la cueva de hermosas piedras, de donde voláis a la inmensa tierra de los mortales. Desde allí, pues, os encamináis al reputa­do género humano, de vana esperanza, cubiertas de pur­púreas vestiduras en la llanura letal, donde la gloria impulsa el carro que abarca toda la tierra más allá del límite de la justicia y de la esperanza, de las preocupaciones, de la norma antiquísima y del infinito principio que se rige por una buena ley. Pues la Moira es la única que vigila en la vida, y ningún otro ente inmortal de los que ocupan las cimas del nevado Olimpo; y también la perfecta mirada de Zeus. Porque cuanto nos acontece, todo lo sabe enteramente la Moira y la mente de Zeus. Mas venid amables, suaves y complacientes, Átropo, Láquesis y Clo­to de hermosas mejillas; aéreas, invisibles, constantes, por siempre inflexibles, que todo lo otorgáis y quitáis, a la vez; imperiosa necesidad para los mortales. Escuchad, pues, Moi­ras, mis piadosas plegarias, recibid mis libaciones y acudid como liberadoras del mal para vuestros iniciados con una intención benévola.

Himno órfico 58

martes, 28 de enero de 2014

Apolo se apiada de Héctor

Aquiles y Héctor luchan ante la mirada de Atenea

Dijo Febo Apolo:
—Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en honor vuestro muslos de bueyes y cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a salvar el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de su padre Príamo y del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y le harían honras fúnebres; por el contrario, oh dioses, queréis favorecer al pernicioso Aquileo, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que dejándose llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los hombres para aderezarse un festín: de igual modo perdió Aquileo la piedad y ni siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquel a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de llorar y lamentarse; porque las Moiras dieron al hombre un corazón paciente. Mas Aquileo, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea valiente, porque enfureciéndose insulta a lo que tan sólo es ya insensible tierra.

Homero. Ilíada, XXIV, 33-54. (Traducción de Luis Segalá y Estalella)

jueves, 16 de enero de 2014

El fantasma de Remo



Por qué ese día se llamó Lemuria y cuál fue el origen del nombre se me escapa; le corresponde a algún dios descubrirlo. Hijo de la Pléyade, reverendo maestro de la vara poderosa, infórmame tú: a menudo has visto el palacio del Júpiter estigio. A mi plegaria vino el portador del bastón de heraldo. Aprende la causa del nombre; el mismo dios la hizo conocer. Cuando Rómulo hubo enterrado el espíritu de su hermano en la tumba y se hubieron celebrado las exequias del demasiado ágil Remo, los infelices Fáustulo y Acca, con los cabellos sueltos, rociaron los huesos quemados con sus lágrimas. Luego a la caída del crepúsculo tomaron el camino hacia el hogar y se arrojaron en el duro lecho tal como estaba. El fantasma ensangrentado de Remo parecía estar al lado de la cama y hablar estas palabras en un murmullo tenue: "¡Miradme a mí, que compartí la mitad, la mitad completa de vuestro tierno cuidado, observad a lo que he llegado y lo que era antes! Hace poco pude haber sido el primero de mi pueblo, si los pájaros me hubiesen asignado el trono. Ahora soy una ira vacía, escapada de las llamas de la pira; esto es todo lo que queda del que fue en otro tiempo el gran Remo. Ay, ¿dónde está mi padre Marte? Si sólo tú dijiste la verdad y fue él quien envió las ubres de la bestia salvaje para amamantar a los niños abandonados, la mano temeraria de un ciudadano le deshizo lo que la loba salvó. ¡Oh, cuánto más piadosa fue ella! ¡Feroz Celer, ojalá que tu alma cruel se rinda a través de las heridas y pases sangrientamente bajo tierra como yo! Mi hermano no deseó esto: su amor es igual al mío: él dejó caer sus lágrimas sobre mi muerte. Esto es todo lo que pudo hacer. Rogadle con vuestras lágrimas, con vuestro acogimiento, que celebre un día en señal de honra hacia mí". Mientras el fantasma les daba este encargo, ellos anhelaban abrazarlo y extender sus brazos hacia él; la sombra resbaladiza escapó a sus manos cerradas. Cuando la visión se hubo ido y se llevó el sueño consigo, la pareja informó al rey de las palabras de su hermano. Rómulo cumplió y dio el nombre de Remuria al día en que la adoración debida es pagada a los antepasados muertos. En el curso de la edades la letra áspera, que estaba al principio del nombre, fue cambiada en una suave; y pronto las almas de la multitud silenciosa fueron llamadas Lemures: éste es el significado de la palabra, ésta es la fuerza de la expresión. Los antiguos cerraron los templos en esos días, incluso ahora los ves cerrados en la época consagrada a los muertos. Esos días son inadecuados para la boda de la viuda y de la doncella: la que se casa entonces no vivirá mucho. Por la misma razón, si haces caso de los proverbios, la gente dice que las mujeres malas se casan en mayo. Esas tres fiestas caen alrededor del mismo tiempo, aunque no en tres días consecutivos.


Ovidio. Fastos, V, 455-492